martes, 15 de enero de 2013

Monólogo en las aulas.

Foto. Chema Madoz. 
Definitivo: el ser humano es un gran monologuista, y no me refiero al texto dramático o cómico que interpreta un actor o actriz ni a famosos monólogos de obras de Shakespeare o Lope de Vega. Solo necesitamos el aforo, algo de público y aprovechamos para ensayar soliloquios reflexivos con los que transmitir nuestras ideas en voz alta. Tenemos un amplio surtido.. 
Está el monólogo amistoso dirigido a seres cercanos, ese amigo que aprovecha cada en cada ocasión para platicar ex cathedra sobre fútbol, política, la prima de riesgo o el tema del momento.
Otro clásico es el monólogo político sobreadjetivado y vacio orientado a la víscera, que no a la razón, y envuelto en banderas o coyunturales lametazos identitarios. El monólogo filiar del padre al hijo que le advierte del bien y del mal mientras que él incumple todas sus recetas. No fumes le dice al hijo exhalando humo por la boca. Otro clásico es el monólogo teológico también llamado sermón que nos advierte de verdades morales absolutas y que, mientras se ocupa del más allá (lo divino), ignora el más acá (lo humano). Conocido es el monólogo mediático, en realidad un eficaz altavoz a merced de intereses ideológicos, económicos o estructuras de poder; algunos lo llaman eufemísticamente "línea editorial". Claro que nos gusta el monologo; si hasta para hablar con nosotros mismos utilizamos el bienintencionado monólogo interior.
Y las escuelas: ¿cultivan este noble arte? Sí, sin duda. Existe un monólogo curricular asimilado de forma acrítica por los gestores educativos; el monólogo del libro de texto que iguala y uniformiza los contenidos, los ritmos de aprendizaje olvidando que la buena educación debe ser un traje a medida que se hace a cada estudiante, y no un amasijo industrial de definiciones y contenidos dictados por un grupo editorial. El monólogo más visto las aulas es el monólogo magistral auxiliado de su inseparable Power Point, ese mono-discurso que adormece la curiosidad de los estudiantes. En fin, monólogo para enseñar, monólogo para solucionar conflictos, monologo con las familias... ¡Que alguien lo haga! Que registre el tiempo que dedicamos a hablar de forma unidireccional sin dar una oportunidad al diálogo, al debate, a la disidencia intelectual o a escuchar las razones o sentimientos ajenos.
¿Los educadores físicos sobreactuamos en nuestras clases? ¿Asumimos más protagonismo del necesario? Es de suponer que habrá de todo. Aunque afortunadamente conozco muchos profesores que hace tiempo se pasaron del monólogo al diálogo; abandonaron los desfasados dictados manu militari que instruían sin opción a réplica sobre el qué, cuándo, cómo y cuánto hacer. Esa pedagogía rancia ha dado paso a un nuevo paradigma de comunicación en el que tanto los educadores físicos como sus estudiantes tenemos algo que enseñar porque también están dispuestos a aprender. 
Si lo opuesto al monólogo es el diálogo, la enseñanza debe ser la voluntad de aprender dos veces, para lo será conveniente aprender a escuchar. No conozco a nadie que enseñe algo que merezca la pena, desde la arrogancia, o la ignorancia del otro.
García Lorca mantenía que "la poesía no quiere adeptos sino amantes". Pues bien, la escuela requiere de amantes y no adictos al monólogo.
Lo dicho: el monologo al teatro, el sermón al púlpito, y para los patios, gimnasios y aulas: adornémonos con mucho dialogo. 

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